Sucede como con los otros profetas: el libro de Ezequiel no es enteramente obra de Ezequiel. Primero, porque su actividad literaria es oral, compuesta en la cabeza y para la recitación, conservada en la memoria y en la repetición oral, difundida por el profeta y por sus discípulos. Indicamos con paréntesis las adiciones más notables.
Si Ezequiel escribió algo y comenzó a reunir sus oráculos, lo que hoy conocemos como libro de Ezequiel es obra de su escuela. Por una parte, se le incorporan bastantes adiciones: especulaciones teológicas, fragmentos legislativos al final, aclaraciones exigidas por acontecimientos posteriores; por otra, con todo este material se realiza una tarea de composición unitaria de un libro. Su estructura es clara en las grandes líneas y responde a las etapas de su actividad: hasta la caída de Jerusalén (1-24); oráculos contra las naciones (25-32); después de la caída de Jerusalén (33-48). Esta construcción ofrece el esquema ideal de amenaza-promesa, tragedia-restauración. Sucede que este esquema se aplica también a capítulos individuales, por medio de adiciones o transponiendo material de la segunda etapa a los primeros capítulos; también se transpone material posterior a los capítulos iniciales para presentar desde el principio una imagen sintética de la actividad del profeta.
El libro se puede leer como unidad amplia, dentro de la cual se cobijan piezas no bien armonizadas: algo así como una catedral de tres naves góticas en la que se han abierto capillas barrocas con monumentos funerarios y estatuas de devociones limitadas. En la lectura debemos sorprender sobre todo el dinamismo admirable de una palabra que interpreta historia para crear nueva historia, el dinamismo de una acción divina que, a través de la cruz merecida de su pueblo, va a sacar un puro don de resurrección.
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